Nueva York
– El
presidente estadounidense Donald Trump es formalmente aspirante al premio Nobel
de la paz de 2025. Su candidatura ha sido presentada ya en dos ocasiones,
primero por el Gobierno de Pakistán el 21 de junio y segundo por un congresista
estadounidense, el republicano Buddy Carter, quien envió una carta a Oslo el
pasado martes 24.
Según los
estatutos del Nobel, entre los habilitados a presentar a candidatos están los
miembros de las asambleas nacionales y los gobiernos de estados soberanos, lo
que se cumple en ambos casos.
Que Trump
persigue el Nobel de la paz no es un secreto para nadie y según sus argumentos
lo merece tanto o más que Barack Obama, que lo logró en 2009.
«Si yo me
llamase Obama, me entregarían el Premio Nobel en diez segundos», dijo Trump el
pasado octubre en un discurso en Detroit, y en febrero, al lado del primer
ministro israelí Benjamín Netanyahu, abundó en su queja: «Nunca me darán el
premio Nobel. Es una pena. Lo merezco, pero nunca me lo darán a mí».
Trump ha
citado cinco conflictos intratables en los que sus presuntas habilidades como
mediador (‘dealmaker’) han logrado lo que parecía imposible: que terminen ‘en
tablas’, aunque parezcan más bien treguas frágiles que procesos definitivos de
paz, los ataques entre Israel e Irán, entre India y Pakistán, entre la
República Democrática del Congo y Ruanda y entre Egipto y Etiopía.
«Se hace
difícil imaginar que le den el Nobel -dice a EFE Michael Hanna, del ‘think
tank’ Crisis Group-, por tratarse de alguien que no se siente sujeto a
obligaciones internacionales; es más, que pone un particular interés en alterar
el orden internacional», pero admite que en la historia de los premios Nobel de
la paz ha habido unos cuantos casos «pintorescos».
Dicho esto,
Hanna reconoce que Trump, por su propio carácter, ha sido decisivo en el último
conflicto entre Israel e Irán porque «por la relación que tiene con Israel,
tiene la capacidad de modular su toma de decisiones, algo que Joe Biden no
tenía».
Y en ese
sentido la irritación que mostró con el Estado hebreo en público por sus
ataques a la nación persa horas después del anuncio del alto el fuego resultó
ser decisiva, reconoce.
Fuera de
ese conflicto en concreto, el analista resta importancia al papel que Trump
pudo tener para poner fin al conflicto entre India y Pakistán el pasado 10 de
mayo, recordando que también India desmintió indirectamente a Trump.
Y con
respecto al de Congo y Ruanda, Hanna piensa que ambos países «estaban ansiosos
por llegar a una tregua» y Trump les ofreció un marco perfecto: una ceremonia
de fin de hostilidades que tuvo lugar ayer en la Casa Blanca por todo lo alto.
¿Es la paz
lo que busca Trump, o es otra cosa?
El analista
expone las motivaciones que mueven a Trump para implicarse en estos conflictos:
en primer lugar «la vanidad» y «la autopercepción como negociador y como hombre
singularmente cualificado para acabar conflictos».
Pero no hay
que olvidar sus intereses, que se traducen en la llamada «diplomacia
transaccional»: en el caso del conflicto entre la RDC y Ruanda, no hay que
descuidar su apetito por los minerales raros, abundantes en el Congo y de los
que está urgentemente necesitado Estados Unidos.
Esa misma
búsqueda de minerales raros estuvo detrás de las presiones ejercidas sobre el
ucraniano Volodímir Zelenski para que aceptase lo que parecía una rendición
ante Rusia.
Pero en
aquel conflicto concreto, las dotes de mediador de Trump han demostrado ser
insuficientes porque, aun contando con su buena relación con Putin, las
exigencias de este último son inasumibles.
Y en cuanto
a Gaza, la presunta mediación de Trump sorprendió al mundo entero cuando
‘ofreció’ a los palestinos el autoexilio a países árabes que los acogerían
gustosos -ninguno dio un paso al frente- mientras prometía una idílica
«Riviera» palestina levantada sobre los escombros de la guerra y donde
florecerían los proyectos inmobiliarios en los que la familia Trump siempre se
movió como pez en el agua. EFE
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